En el ascensor

Cuando nos metíamos los cuatro en el ascensor, teníamos que apretujarnos para poder cerrar las puertas, que eran abatibles y no correderas. Aita era el último en entrar, y jugaba a espachurrarnos.

En los trayectos de casa al garaje o a la calle, en esos 5 o 6 pisos, Aita nos enseñaba que era capaz de mover las orejas, o se estiraba los mofletes agarrándose los pelos de la barba y hablaba con una voz como de teleñeco con eco, o nos apretujaba con su cuerpo contra las paredes y si nos quejábamos nos decía: «PPaPPá PPiensa PPegarte una PPaliza PPara que aPPrendas a PPortarte PPerfectamente»

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