Poco antes de cumplir los 18, durante una época, mi padre y yo nos íbamos los domingos a conducir por Ciudad Universitaria, me llevaba por sitios poco concurridos y yo practicaba el manejo del coche.
Un día, mientras yo ensayaba al volante, un semáforo se puso en rojo y, estando parada, un coche paró detrás de nosotros.
Como la calle estaba en cuesta arriba -imagino que poco, aunque lo bastante para poner a prueba mi juego acelerador-embrague – le dije a mi padre que condujera él para sacar el coche del semáforo.
– No, conducir es fácil, tienes que aprender a circular.
– Aita, soy menor de edad, no tengo carné, y si nos chocamos tenemos un lío.
Me dijo que no pensaba cambiarme y algo más nos diríamos que no recuerdo.
– ¡Aita! ¡De aquí nos vamos enfadados, pero yo no pienso conducir!
– Pues nos vamos enfadados.
Así que, colérica, abro la puerta y salgo del coche. Cuando me giro, mi padre está corriendo calle arriba dejándome sola. Me voy a la acera para vigilar el coche y espero. El semáforo se pone en verde y el coche de detrás del nuestro se mueve al carril contiguo para seguir su camino. Entonces yo me acerco para reubicar nuestro coche y una chica se asoma por la ventanilla del copiloto del otro vehículo:
– ¿Estás bien? – me pregunta
– Sí –
– Es que como hemos visto a un hombre salir corriendo de tu coche… –
– Ya, es mi padre –
Ellos se alejan y yo me subo al volante. De no sé dónde, aparece mi padre otra vez colocado en el asiento de al lado:
– ¿Seguimos? – me dice
– Sí.