Mi padre conducía antes de tener carné, a él le parecía normal enseñar a conducir, así que lo hizo con mi madre, con mi hermana y conmigo.
Siendo yo pequeña, con 12 o 13 años, estábamos en Berrocal de Salvatierra, habíamos ido con el Ford Mondeo familiar que teníamos para que Tomy, nuestro perro, pudiera ir en la parte de atrás a gusto.
En el pueblo de la Abuela nos llevaba a conducir a veces, a mi hermana le gustaba y se le daba bien, es más habilidosa en general, yo constante, y ese día nos marchamos los tres.
Íbamos por el prado, un camino de tierra por donde Irene llegó a meter ¡hasta tercera! Lo hizo estupendamente y llegó mi turno. Yo iba despacio, no me sentía muy segura, y él me iba diciendo que subiera la marcha, así que aceleré, supongo que iríamos a 20 pero a mí me parecía que corríamos a todo trapo y llegó una curva hacia la derecha, giré el volante… no lo suficiente, mi padre lo cogió y giró más, yo que me asusté di un volantazo hacia la derecha, arranqué un alambre de espino “¡Frena! ¡Frena!” y frené, en medio de las tierras de quién sabe quién.
El coche estaba arañado por todas partes, por el techo, por los laterales… un desastre y yo lloraba y lloraba.
Me dijo que siguiera conduciendo, me negué y lo llevó él de vuelta a casa de la Abuela, le dijo a mi madre que parecía que una jauría de leones se había abalanzado sobre el coche, no me regañó ni un poco, lo contaba como una aventura extraordinaria y con el tiempo así lo vivo yo.
Le dio parte al seguro, arreglaron la chapa y el coche terminó años después gripado en un taller, pero esa historia se quedó para décadas después, como un evento fabuloso ¡qué capacidad mi padre de transformar esa situación en algo excepcional!